Una fusión extrema de ruido industrial y pop que conquistó las listas contra todo pronóstico.
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Incluso en un momento en el que podían triunfar bandas como Nirvana, The Downward Spiral resultaba extremo. Trent Reznor se refirió en una ocasión a su segundo álbum con Nine Inch Nails como “una celebración de la autodestrucción en la forma de un trabajo conceptual que, por alguna razón, se convirtió en un éxito multiplatino alrededor del mundo”.
Inspirado por Iggy Pop, Lou Reed y la trilogía berlinesa de David Bowie, The Downward Spiral desvió el pop industrial de Pretty Hate Machine hacia caminos inesperados. Experimentó con el melodrama en “Piggy”, con la música dance y el soul en “Closer”, y con baladas tan inquietantemente frágiles que escucharlas se asemeja a un acto de voyerismo, como en “Hurt”. Incluso los temas que siguen el patrón de sus grabaciones anteriores, como el hardcore entrecortado de “March of the Pigs”, desprenden una nueva agresividad que contrasta con la sensación de agotamiento de los pasajes más pausados.
El sonido se mueve entre polos opuestos y mezcla lo analógico con lo digital y los collages de samples con tomas en directo. Si hay un momento que define el álbum es el clímax de “Closer”, un funk con sintetizadores de ritmo mecánico que se disuelve en un piano solitario. Desde su aparición en 1994, nadie ha tenido que decidir si quiere dedicarse al rock o a la electrónica. Para Reznor, eran dos caras de la misma moneda.