Un clásico de implacable oscuridad que devolvió el peligro al rock.
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Más allá de la oscuridad que evoca, el monumental debut de Guns N’ Roses nunca aparta la mirada de una realidad a menudo desagradable. “Mr. Brownstone” y “Nightrain” hablan de drogas, pero no del placer, sino del abismo de la inconsciencia. Los momentos más sexuales, “Anything Goes” por ejemplo, no se refieren tanto al acto físico como al poder que lo acompaña. El himno del álbum, “Paradise City”, tiene como telón de fondo un paisaje de suciedad y tristeza. Incluso la balada “Sweet Child O’ Mine” sugiere con tenacidad paranoica que nada tan puro podría ser real.
En 1987, la banda estaba considerada un antídoto contra el aséptico pop metal que dominaba las listas y las ondas, algo así como los Rolling Stones lo fueron en la escena pop de los primeros años 60. Appetite no solo alcanzó las mismas cotas comerciales que sus rivales, sino que terminó por suplantarlos y abrió el camino de una estética más áspera, en cierto sentido parecido al que el grunge seguiría poco después para clavar el último clavo en el ataúd del rock de los 80. Con ciertas bandas, las guitarras desbocadas suenan a liberación. Las de Guns N’ Roses sonaban a amenaza.
“Es lo que llamaban hair metal, supongo, pero para mí estaba más allá de la etiqueta. Era el álbum que los demás grupos estaban intentando hacer”.